Por Ciro Bianchi Ross • digital@juventudrebelde.cu
Las cenizas de Julio Antonio Mella fueron despedidas en Ciudad de México por los sables de la Policía Montada y recibidas en La Habana por los rifles de los soldados comandados por Batista, escribía Juan Marinello, en 1975, al evocar aquel 28 de septiembre de 1933 cuando llegaron a Cuba los despojos del líder estudiantil y fundador del primer Partido Comunista cubano, asesinado en México cuatro años antes.
Una multitud enorme las esperaba en el puerto, en silencio. Días antes, militantes comunistas, estudiantes, sindicalistas y obreros de la construcción habían levantado en uno de los ángulos de la Plaza de la Fraternidad el túmulo adornado con flores, el cual las guardaría de manera provisional, y un monumento que luciría un busto del joven revolucionario, realizado por el escultor español Juan López. Ya antes, en el pueblo de Regla, una calle había recibido el nombre de Mella.
PELIGRO EN EL MUELLE
La situación política en la Isla era violenta, compleja e inestable tras la caída de la dictadura de Machado, el 12 de agosto. Conspiraban los oficiales del ejército del régimen depuesto; el embajador norteamericano acentuaba sus actitudes injerencistas y se cernía sobre el país la amenaza de la intervención militar extranjera. Washington no reconocía al presidente Grau, que había repudiado la Enmienda Platt, y se entendía con Batista de manera más o menos abierta. Tampoco los comunistas conciliaban con el mandatario y calificaban a Antonio Guiteras, su ministro de Gobernación, empeñado en un programa radical de reformas, de «social fascista de izquierda». Los comunistas tenían muy en cuenta lo que era cierto: Batista era el verdadero poder en Cuba y el Coronel no podía ver con buenos ojos el fervor con que se recibían aquí los despojos del dirigente estudiantil asesinado.
Alguien subió al barco y avisó a Marinello, que encabezaba la comisión encargada de exhumar los restos mortales de Mella y trasladarlos a La Habana, de los peligros agazapados en el muelle. Marinello entregó el cofre con las cenizas a una norteamericana de absoluta confianza que, sin contratiempos, lo pasó por la aduana en un bolso de mano, y ya en el muelle de la Ward Line lo entregó a su vez a los militantes comunistas Ramón Nicolau y Juan Blanco, quienes guardaron el cofre en una urna de mármol. Les entregó asimismo la mascarilla que se le hizo recién asesinado. Tuvo lugar allí un simbólico y emotivo homenaje antes de salir hacia la calzada de Reina, 402, esquina a Escobar, sede en esos momentos de la Liga Antiimperialista y que fuera la residencia del senador machadista Wifredo Fernández, y que más tarde sería —y durante largos años— cuartel de la Policía Secreta. Colocada en una parihuela que cargaron seis trabajadores, la urna de mármol recorrió escoltada por la multitud, las calles de Egido y Monte, y arribó a la Plaza de la Fraternidad antes de remontar Reina y llegar a su destino. Allí, el escultor Juan José Sicre sacó varias copias de la mascarilla.
EL DISCURSO DE RUBÉN
Llegó así el 29 de septiembre. Desde uno de los balcones del local de la Liga Antiimperialista, el poeta Rubén Martínez Villena, más muerto que vivo, devastado ya por la tuberculosis que le estrangulaba la voz, se dirigió a la multitud. Sería la última vez que hablaría en un acto público. Apenas pudo hacerse oír. Dijo:
«Camaradas, aquí está, sí, pero no en ese montón de cenizas sino en este formidable despliegue de fuerzas. Estamos aquí para tributar el homenaje merecido a Julio Antonio Mella, inolvidable para nosotros, que entregó su juventud, su inteligencia, todo su esfuerzo y todo el esplendor de su vida a la causa de los pobres del mundo, de los explotados, de los humildes… Pero no estamos solo aquí para rendir ese tributo a sus merecimientos excepcionales. Estamos aquí, sobre todo, porque tenemos el deber de imitarlo, de seguir sus impulsos, de vibrar al calor de su generoso corazón revolucionario. Para eso estamos aquí, camaradas, para rendirle de esa manera a Mella el único homenaje que le hubiera sido grato: el de hacer buena su caída por la redención de los oprimidos con nuestro propósito de caer también si fuera necesario».
De pronto comenzaron los disparos. La soldadesca, provista de armas largas, tiroteaba el local de la Liga Antiimperialista y se ensañaba con la multitud. Hubo varios muertos y heridos, entre ellos, Paquito González, un pionero de 13 años, vecino de Correa 5, en Jesús del Monte, a quien una bala de Springfield alcanzó en la cabeza para dejarlo con la masa encefálica al descubierto y confundida con el cabello en una imagen siniestra e impactante. Cerca de Paquito estaba Natasha —la hija de Mella, de seis años de edad—, que gracias a la rápida actuación de un amigo de la familia se salva de las balas. En la Plaza de la Fraternidad, un grupo de marinos y soldados destruían el túmulo funerario.
Las cenizas de Mella, en la confusión, parecieron perdidas.
TODAS LAS ORGANIZACIONES
A comienzos de ese mes de septiembre, el día 5, se constituía en México el Comité Pro Mella para la exhumación y el traslado de sus restos a La Habana. En el grupo, junto a Marinello, estaba Pepilla, su esposa e inseparable compañera, Mirta Aguirre, Caridad Proenza y Gertrudis Sánchez Rueda, entre otros que representaban todas las entidades revolucionarias de Cuba y México: Partido Comunista, Socorro Rojo, Ala Izquierda Estudiantil, Liga Antiimperialista, Federación de Estudiantes Revolucionarios… Debían recaudar fondos para el envío de los restos a Cuba y, con ese motivo, organizarían una gran velada en la Universidad, además de numerosos mítines en fábricas y sindicatos. Había entre todos los comprometidos un cordial entendimiento; y hasta los universitarios de derecha reverenciaban la actitud vertical del líder caído.
El Comité no debió esperar mucho para obtener el permiso de exhumación. Ese mismo día, a las nueve de la noche, con una celeridad sorprendente, el Departamento de Salubridad comunicaba que al día siguiente, al amanecer, se podría proceder a la extracción de los restos. A la hora convenida se reunieron en el cementerio los miembros del Comité que pudieron ser avisados. Los acompañaba el imprescindible notario, un viejo de bigotes híspidos que parecía haber sobrevivido a la dictadura de Porfirio Díaz y que, sin duda, desconocía entre qué gente se movía. Pide el anciano los libros sepulcrales, revisa folios y expedientes hasta que encuentra lo que busca. «Don Julio Antonio Mella… tumba 45», exclama, y aunque a los del Comité ese «don» les suena como una ofensa grave, se dirigen, silenciosos, hacia la tumba indicada. Un modesto monumento del Partido Comunista mexicano cubre la fosa. La emoción es inenarrable.
NO ES MELLA
Los minutos se alargan. El tiempo no parece transcurrir. A cada paletada de tierra que se saca sigue la lluvia de desinfectantes que los de Salubridad dejan caer en el hueco que se ensancha. Al fin, un golpe seco. La pala ha chocado con la caja. Siguen su obra las azadas y salen trozos de madera podrida. Hay expectación en el grupo. De pronto, uno de los sepultureros levanta un maxilar amarillo, pequeño, cobarde y del grupo sale un ¡No! rotundo. No, ese no es Julio Antonio.
Vuelve el notario sobre los libros sepulcrales. Hay un error evidente. Se escarbó en la tumba 44. Por un motivo u otro, el monumento del Partido mexicano fue movido de lugar. Se busca ahora en la fosa que se cree correcta. La misma espera, la misma ansiedad. El mismo golpe de la pala al chocar con la caja. Se tiran al fondo las cuerdas y se extrae el ataúd que se coloca con cuidado junto al hueco. Vuelve la lluvia de formol. De un golpe se hace volar la tapa y sigue en el grupo un instante de mudez indefinible. ¡Es él! Dentro de la caja hay un esqueleto envuelto en vestiduras. La calavera —blanquísima— es grande y fuerte; luce un mentón poderoso y retador. La frente está tajada al medio. De la parte superior arranca la melena inconfundible.
El horno crematorio es primitivo, elemental. Se precisan dos horas para que la obra se concluya y los que acompañan los restos se acomodan como pueden en el piso. Hay muchos policías y llegan más, y carros jaula. Algunos de los del Comité hablan sin pelos en la lengua, y las autoridades cargan con ellos y con otros que, aunque permanecen callados, les son conocidos de lances anteriores. Las jaulas van y vuelven hasta que queda un grupo pequeño en espera de que los huesos sean ceniza. Hay ambiente de indignación y rebeldía.
Sacan al fin las parihuelas con los restos humeantes. La incineración no ha sido completa. El cráneo está casi intacto. Pero no hay tiempo que perder. Se impone salir de allí cuanto antes. Echan las cenizas en un cofre tallado al viejo estilo y gana el grupo las avenidas de la necrópolis. Pasan entre montones de gendarmes, que miran y anotan. Marinello lleva el cofre, lo aprieta contra sí. Con él, la policía no se atreve. Viste un buen traje, es hombre fino y de buenos modales; un escritor, es un profesor universitario y el título impone. Pero esa gente es capaz de todo. Para despistar, hay que llevar el cofre a una agencia de pasajes. Marinello salta a un automóvil. Llega a la agencia y espera. Detrás, poco a poco, llegan los otros. Sacan con precaución las cenizas y las llevan a la casa de la cubana Caridad Proenza, que las guarda hasta que son traídas a Cuba.
Arriban a la agencia los gendarmes. Preguntan, furiosos, por las cenizas. Ya no están aquí, responde el gerente. ¡Volaron!
CUBA EN PRIMERA PLANA
El Comité Pro Mella se reúne a diario con las consabidas precauciones. Se cambia una y otra vez el lugar de las citas, se escogen lugares remotos y horas inusuales. No pasa un día sin que la prensa no se haga eco de los sucesos en la Isla, aunque lo haga a veces con una confusión risible. También reporta hechos de innegable trascendencia como cuando habla de centrales azucareros en manos de sus trabajadores y de grandes mítines organizados por la Liga Antiimperialista en el Parque Central habanero. El Ejército tiene, desde el 4 de septiembre, un nuevo jefe, un sargento llamado Batista, y la oficialidad machadista, sin mando, comienza a refugiarse, con el rabo entre las piernas, en el Hotel Nacional. Otra noticia da cuenta de que ya el sargento es coronel, y que el Gobierno colegiado, la llamada pentarquía, ha cesado porque los estudiantes de la Universidad eligieron a un presidente. En América y Europa, Cuba es noticia en primera plana.
Se recauda el dinero necesario para el traslado a Cuba de las cenizas y se fija la fecha del envío. Quedaba solo organizar una gran velada en la que obreros, estudiantes e intelectuales digan con toda verdad la significación revolucionaria de Julio Antonio Mella. Para eso el Comité Pro Mella solicita y obtiene —parece un símbolo— el anfiteatro Bolívar, de la Escuela Nacional Preparatoria. La noche en cuestión toman asiento en la presidencia representantes de todas las organizaciones afines de Cuba y México. El centro de la fila, por acuerdo unánime, se le reserva a la escritora cubana Mirta Aguirre, y en el grupo sobresale el muralista Alfaro Siqueiros. Sobre la larga mesa presidencial, el cofre con las preciadas cenizas, y al fondo un gran retrato en el que Julio Antonio luce altivo, poderoso, retador. Vivo.
El 29 de septiembre de 1933, en medio de la confusión y el correcorre que originó el tiroteo, se extraviaron las cenizas de Julio Antonio Mella cuando sus compañeros se disponían a depositarlas en el túmulo que con ese fin construyeron en uno de los ángulos de la Plaza de la Fraternidad.
Tal parecía que los despojos del líder revolucionario tenían la virtud de desaparecer siempre que las circunstancias lo requirieran para reaparecer en el momento oportuno. En las semanas precedentes se habían esfumado en dos ocasiones antes de su traslado a La Habana. La primera vez cuando recién salidas del incinerador, Juan Marinello, que era el responsable de traerlas, las llevó a una agencia de pasajes para hacer creer a la policía mexicana que esa sería la vía para el traslado. Cuando los sicarios llegaron para apoderarse de la reliquia, correspondió al gerente de la entidad decirles que lo que buscaban ya no estaba en el establecimiento.
Algo similar ocurrió en la noche en que se le rendía homenaje en el Anfiteatro Bolívar de la Escuela Nacional Preparatoria. Numerosa tropa, con el sable desenvainado, rodeó el edificio y copó sus salidas. Querían apresar sobre todo a los que hicieron uso de la palabra en el acto. La cubana Mirta Aguirre sugirió que todos, unidos detrás de las cenizas, ganaran la calle y protegieran a los oradores. Y en un conjunto apretadísimo fueron todos, con las cenizas en el medio, hacia la puerta principal. Antes de llegar a esta, ya la policía estaba dentro de la sala y amenazaba al público con los rifles, mientras que los oficiales empuñaban sus pistolas.
El choque se hace inevitable. Varios polizontes intentan apoderarse de las cenizas y los que las protegen dan la respuesta apropiada. El historiador cubano Gerardo Castellanos propina un puñetazo certero a uno de los oficiales y lo tira al piso. La confusión dura unos minutos. Hay una pugna ruda, sin gritos, sin miedo, sin sustos. Cuando se hace la calma se advierte que el cofre ha desaparecido. Comienza entonces el recuento para los detenidos. El oficial que comanda al grupo da órdenes a sus subalternos, y numerosos obreros y estudiantes son empujados con violencia hacia los carros-jaula que esperan entre la nutrida caballería. Comienza la identificación de los oradores y el chasco policiaco es grande cuando constatan que se les escurrieron por la salida trasera del edificio. Traen a Marinello en ese momento y lo remiten a un carro jaula atestado ya de detenidos, no sin que el jefe advierta que lo traten con cuidado, que es profesor.
Los detenidos van llegando a la comisaría y empiezan a clasificarlos en una operación lenta y desesperante. Están formados en fila y un señor alto, seco y de ojos de acero los escruta uno a uno cada cierto tiempo. La policía insiste en saber cuál de las jóvenes detenidas fue la que usó de la palabra en el mitin. Ninguna de ellas, responden todos, como si se hubiesen puesto de acuerdo. Hay nuevos conciliábulos y consultas. Al fin, el jefe, con aire paternal, decide que las jóvenes se vayan a sus casas. Permite asimismo la salida de otros detenidos y a otros, como a Juan Marinello, los emplaza para que acudan a la mañana siguiente ante el Jefe de Investigaciones. El resto queda enjaulado, por tiempo indefinido, en trato infamante con los chinches de contumacia policial.
Mientras esto sucedía, altos jefes, no sin solemnidad, abrían el cofre. Nada. Las cenizas de Julio Antonio Mella se habían volatilizado de nuevo. Encontraron, sí, una carta con un texto expresivo dedicado a las autoridades. ¡Esto es el colmo! Exclamaron y estrujaron el papel con desprecio.
PACTO DE SILENCIO
En la tarde del 29 de septiembre, fue Ramón Nicolau quien puso a buen recaudo las cenizas de Mella para entregarlas después a Marinello. Nicolau, a quien el escribidor conoció en los años 70, era ya en aquella lejana tarde, o lo sería con el tiempo, el jefe de la comisión militar del Partido Comunista. En los días de la Guerra Civil española, él fue el responsable del reclutamiento y envío a España de más de mil combatientes voluntarios cubanos para hacer de Cuba el país que con más hombres contribuyó a la lucha antifascista en aquella contienda. Operación exitosa que transcurrió en absoluto silencio.
A partir de ahí, las cenizas de Mella, que se suponían perdidas, recorrerían un camino azaroso. Marinello, que llegaría a presidir aquella organización política, se compromete a mantener en secreto el nombre del custodio y el lugar donde se guardarían. Una suerte de pacto de silencio, como aquel que en 1896 hizo en Santiago de las Vegas la familia Pérez con relación al sitio que guardaba los restos del Mayor General Antonio Maceo y el Capitán ayudante Francisco Gómez Toro.
Marinello mismo asume el cuidado de la reliquia. Lo hace hasta el 10 de marzo de 1952. Cuando en esa fecha Batista, con el golpe de Estado, rompe el ritmo constitucional de la nación, pide al magistrado Antonio Barreras que las proteja. Barreras, muy amigo también de Jorge Mañach, era el hombre que mantenía vivo en Cuba el recuerdo del narrador Alfonso Hernández Catá, muerto en un accidente de aviación en 1940, gracias a un concurso de cuentos cuyo galardón —el Premio Hernández Catá— se considera el más importante de la República antes de 1959.
Barreras guardó las cenizas hasta una fecha no determinada de 1958. Su casa dejó de ser segura y Marinello las retomó hasta que el 2 de enero de 1959 las lleva a su casa. Tres años más tarde, el 10 de enero de 1962, en el aniversario 33 de la muerte de Mella, se proclama y entra en vigor la ley de Reforma Universitaria y Marinello asume el Rectorado de la Universidad de La Habana. Más tarde, ya constituido el Partido Unido de la Revolución Socialista de Cuba (Pursc), antecedente del Partido actual, entrega las cenizas al entonces Comandante Raúl Castro a fin de que las custodie hasta que la nueva organización política decida dónde depositarlas definitivamente.
En 1957, entre el 16 y el 22 de agosto, una urna con las cenizas se expone en el Aula Magna de la Universidad. Ya se ha decidido la construcción del Memorial Mella y se toma el acuerdo de que los despojos se conserven, de manera transitoria, en el Museo de la Revolución. El 10 de enero de 1964 se inaugura el parque Mella frente a la Escalinata universitaria. Ese mismo día, en 1976, abre el Memorial en el lugar que ocupó el parque construido en 1964. Allí se depositan las cenizas.
EL DÍA QUE LO IBAN A MATAR
Los enemigos de Mella creyeron que impidiendo su homenaje póstumo quedaría olvidada su voz combatiente, que había adquirido, en su denuncia penetrante e implacable, jerarquía continental.
El dictador Machado insistía en que México deportara a Mella. Esas gestiones se intensificaron en el verano de 1928. Mella las conoció por el jefe del Distrito Federal, opuesto a dicho proceder. Había un acuerdo secreto entre los Gobiernos de ambos países que comprometía a los mexicanos a espiar a Mella y al cubano a seguir de cerca acciones y movimientos de los cristeros en Cuba. Se decide celebrar en México una noche cubana, con comida y música de la Isla, y una sociedad hebrea presta el local para la fiesta. Lo hace de manera gratuita a condición de que no se utilice el acto con motivos políticos. Raúl Amaral, un abogado que fue en la Universidad compañero de Mella y de su esposa Oliva Zaldívar, recibe la encomienda de adornar la sala. Contrario a lo convenido, Amaral coloca una gran bandera cubana hecha de papel crepé. Se violaba así lo establecido con los judíos. Se procedió entonces a retirar la bandera en tanto que Amaral y sus amigos eran expulsados violentamente del local. Fue esa la chispa que desató el incendio. Aunque se comprobó que Amaral era un provocador a sueldo de Machado, Mella fue acusado de ultrajar la enseña patria.
A esa altura ha aparecido otro personaje que desempeñará un papel importante en el asesinato de Mella: el cubano José Magriñat, proxeneta y propietario de un salón de juegos que se había acercado a los exiliados cubanos con una dudosa donación monetaria que fue finalmente aceptada. Magriñat se vendía como enemigo de Machado y Mella esperaba sacarle información útil.
El 10 de enero, el día en que lo iban a matar, Mella y Tina Modotti salieron de una reunión en Socorro Rojo Internacional. Eran las ocho de la noche y Tina se dirigió a una oficina de correos a fin de pasar a La Habana un telegrama dirigido a La Semana, la revista de Sergio Carbó, en que se desmentía el ultraje a la bandera. Mella caminó un poco más pues en una cantina lo esperaba Magriñat, que le había pedido una cita urgente para decirle que desde La Habana habían llegado dos asesinos a sueldo para ultimarlo. Se dice que aquella entrevista se celebró para que Mella fuera identificado por sus asesinos.
Mella recogió a Tina en la oficina de correos y continuaron a pie el camino hacia la casa. Dos disparos sonaron cuando la pareja desembocó en la calle Abraham González. Julio Antonio había sido herido por la espalda. Moriría poco después, mientras era intervenido quirúrgicamente, en el hospital de la Cruz Roja. Tina, Diego Rivera y otros amigos pudieron permanecer junto al cadáver después de autopsiado. Se le hizo la mascarilla y Tina tomó una última foto. Lo velarían en el local del Partido Comunista mexicano.
Las autoridades de México quisieron demostrar que se trató de un crimen pasional dada la ya concluida relación de Tina con el pintor comunista Xavier Guerrero. Tampoco parece verosímil la versión de que fuera asesinado por sus propios compañeros. No hay indicios sobre esto en los archivos del servicio secreto soviético, aunque parece cierto que Mella, por sus ideas, desagradaba en las estructuras comunistas. Aunque se dice que Machado se enteró del crimen por los periódicos a la hora del desayuno, todos los indicios lo incriminan, como ha sido probado con creces.
Lo inhumaron en el cementerio de Dolores. El entierro fue una manifestación apoteósica. Al pie de su tumba recién cerrada, el duelo fue despedido por el secretario general del Partido mexicano y una representación de los estudiantes y del Congreso de esa nación. Hablaron asimismo los cubanos Antonio Penichet y Sandalio Junco. Diego Rivera dijo las palabras finales.
Magriñat fue muerto a tiros, en La Habana, el 12 de agosto de 1933, el mismo día de la caída de Machado. Otro de los culpables, José Agustín López Valiñas, denunciado por su esposa, fue acusado oficialmente del asesinato de Mella en noviembre de 1931. Había estado recibiendo 50 dólares mensuales de la Policía Secreta de Machado. Fue condenado a diez años de prisión (otros dicen que a 20) por el crimen. Lo benefició una amnistía general dictada por el presidente Lázaro Cárdenas. En noviembre de 1958 fue abatido a tiros por la espalda. No se precisaron los motivos del hecho. El otro culpable, Arturo o Antonio o Miguel Francisco Sarabia, se instaló en Jovellanos, Matanzas, donde era propietario de varios negocios y bienes inmuebles. Allí encontró la muerte, apuñalado, en octubre de 1942.
Fuentes: Textos de Marinello, Cairo, Hatzky, Dumpierre, Cupull y GonzálezTomado de Juventud Rebelde:
http://www.juventudrebelde.cu/columnas/lectura/2015-06-27/los-entierros-de-mella-i/