Pero si tengo esa gratitud por los que mataron a Trujillo, tengo también grados en la admiración por cada uno de ellos; y entre todos, al que más admiro es al teniente Amado García Guerrero, un militar del pueblo, espécimen extraordinario de hombre en cualquier parte.

Para dar una idea de lo que era el ejército dominicano de Trujillo —que era el mismo ejército del Gobierno que yo presidí— voy a relatar un episodio de verdadera profundidad trágica. Antes debo explicar que mi gratitud hacia los que mataron a Trujillo, y libraron con esa muerte a mi país de una tiranía de espanto y a América de una mancilla oprobiosa.

Pero si tengo esa gratitud por los que mataron a Trujillo, tengo también grados en la admiración por cada uno de ellos; y entre todos, al que más admiro es al teniente Amado García Guerrero, un militar del pueblo, espécimen extraordinario de hombre en cualquier parte.

Amado García Guerrero no sobrevivió a la muerte de Trujillo sino dos o tres días; fue cazado a tiros por los asesinos de Ramfis, aunque tuvo la fortuna de morir peleando, gracia que no disfrutaron todos sus compañeros, y como no vive no podrá confirmar lo que voy a contar; pero aseguro que es cierto porque me lo relató alguien que lo supo de los propios labios de García Guerrero.

El teniente García Guerrero, de origen humilde, tenía esa coherencia, esa consistencia moral que uno halla en la gente del pueblo dominicano y que no encuentra en la clase media sino como excepción. Por su seriedad y decisión, había sido llevado al cuerpo de ayudantes de Trujillo, y allí, oyendo a sus compañeros contar detalles de la vida del tirano y viendo a éste de cerca, le cobró un odio tal, odio de dominicano herido en lo más íntimo de su entraña por la vulgaridad, la falta de nobleza, el engreimiento, la rapacidad y la maldad de aquel hombre.

Resuelto a actuar para librar a su país del mal engendro que había hecho de la tierra dominicana la morada del crimen, entró en el complot que culminaría en el tiranicidio del 30 de mayo de 1961, y debido a su puesto en la ayudantía militar del llamado “generalísimo”, resultó ser el factor clave de la conjura. Sin Amado García Guerrero hubiera sido muy difícil, casi imposible, matar a Trujillo, pues él era quien conocía los movimientos del tirano y quien se los comunicaba a los conjurados.

Pues bien, cuando ya García Guerrero tenía uno o dos meses participando en el complot, recibió una llamada para que fuera al SIM. Era media noche, y al entrar en la casa de torturas llamada “La Cuarenta”, García Guerrero vio guiñapos humanos deshechos, sangrantes, que ya no tenían fuerzas ni para gemir. “Lo he llamado para que mate a ese hombre”, le dijo el jefe del SIM, señalando a una figura que estaba sentada en un sillón. García Guerrero pensó rápidamente: “Saben algo y quieren ponerme a prueba. Si me niego, me torturarán para sacarme los nombres de mis compañeros; si no me niego, creerán en mí y en lo que les diga”.

El valor que necesitó García Guerrero, un hombre entero, para no responder con una injuria, una bofetada o un tiro al asesino que le proponía un crimen, es algo que está más allá de lo que puede esperarse de un valiente. Tenía que mantenerse sereno, no dar la menor muestra de vacilación, conservarse él y conservar a sus compañeros de conjura para el acto que debía librar al país del tirano y de su régimen.

Cogió, pues, la pistola que le extendía el jefe del SIM y mató al desconocido. ¿Quién era la víctima? Un dominicano, pero un dominicano que moría por la libertad de su pueblo; alguien que había sido delatado tal vez porque pensaba hacer lo mismo que el teniente García Guerrero. La intensidad de la tortura moral que padeció García Guerrero en ese momento y en los días siguientes no puede medirse fácilmente. El había resuelto, con pasión profunda, razón fría y carácter duro, eliminar al hombre que mantenía el país aterrado con el crimen, y él resultaba una pieza en esa máquina de horrores que era el trujillismo.

A partir de esa noche, el teniente García Guerrero sólo vivió para aniquilar a Trujillo. Tuvo la satisfacción de ver su propósito cumplido y a Trujillo metido en el baúl de un automóvil, convertido en un momento de tirano de un pueblo en un montón de carne sin vida.

Tal como le sucedió a García Guerrero, aunque no estuvieran en su caso, muchos oficiales dominicanos fueron llevados matar. “¿A cuántos ha matado usted?”, preguntaba Trujillo con su voz atiplada y su dejo hiriente. Algunos mataron porque si se negaban exponían la vida, otros mataron porque tenían entrañas de asesinos, otros mataron porque al hacerlo se distinguían y ganaban ascensos y favores. Pero había oficiales, como he dicho, que habían entrado en las fuerzas armadas por vocación, que creían que en la carrera de las armas podían servir a su país, y esos querían estudiar, prepararse, capacitarse; la mayor parte de estos últimos procedían de la pequeña clase media y algunos de la mediana clase media.

Y a esos oficiales les era muy difícil llegar a los puestos más altos; es más, los altos mandos les cerraban todos los caminos hacia los ascensos porque les temían; temían a su honestidad y a su preparación, y siempre se las arreglaban para tenerlos lejos del país o en cargos donde vegetaban como simples burócratas.

Juan Bosch

En Crisis de la democracia de América en República Dominicana, 1964