Presumía de que solo no la admiraban hombres que no la conocían.
Escrito por: Mario Emilio Pérez
Recientemente escuché a una amiga preguntarle a un hombre que cruzó por su lado sin saludarla, posiblemente porque no reparó en su presencia: ¿tú dormiste conmigo?
-No, pero estoy dispuesto a reparar esa falta esta misma noche- respondió el aludido, llevando coloración escarlata a las mejillas de la dama.
En una sala de cine, poco antes de iniciarse la película, una atractiva joven formuló el mismo cuestionamiento a un señor que se sentó en la fila ubicada delante de la que ella ocupaba.
-No, porque tu egoísta marido es el único que goza del privilegio de compartir contigo un mosquitero- fue la rápida respuesta, que provocó carcajadas de los asistentes más cercanos.
Hace ya varios años, al salir de un supermercado, vi a un ex condiscípulo de un liceo secundario que conversaba con una atractiva y destacada pianista del género clásico.
Al preguntarle al interlocutor de la artista si esta era su esposa, solo dos palabras brotaron de sus labios:
-Desafortunadamente, no.
Un amigo que durante los años de la década del sesenta estuvo enamorado de una joven de mi barrio, la cual no le correspondió, decía que esto se debió a que ambos tenían buen gusto.
Señalaba que su buen gusto lo llevó a enamorarse de ella, pero el buen gusto de la muchacha fue la causa del rechazo.
Tengo una amiga, de probada vocación chiveril, entre cuyos numerosos romances no aparece un hombre de baja estatura.
-Me gustan tanto los hombres con la cabeza situada bien lejos de los pies, que ojalá apareciera en mi vida uno tan alto, que tuviera una nube en cada ojo.
Escuché a un piropeador decirle a una muchacha que el hombre que al contemplarla por vez primera no se enamorara de ella, tenía algo de cundango.
Una vieja amiga, de encanto indiscutible, y de vanidad correlativa, afirmaba que los únicos hombres que no formaban parte de su lista de admiradores eran aquellos que nunca la habían visto.
Lástima que el calendario colocara libras mal distribuidas en su cuerpo, que poseyó curvas de pitcher ganador en años de juventud, y afeara un rostro que engalanó en un periódico el anuncio de un producto de belleza.
La cincuentona fémina dice que lo que más agradece a Dios es haberle dado resignación para aceptar los daños estéticos que le ha provocado el paso del tiempo.
-Pero admito que era preferible mi pecado de vanidad de ayer- añade- que mi virtuosa resignación de hoy, aunque aquel me condujera al infierno, y esta a la gloria.